jueves, 18 de octubre de 2012

CINCUENTA AÑOS SIN CONCILIO


El 18 de mayo de 1974 estaba yo realizando, en la Universidad Gregoriana de Roma, la defensa pública de mi tesis doctoral en Teología Moral. El tema de mi tesis, a caballo entre la Teología y la Psicología, fue sobre el concepto de vocación y de dignidad de la persona humana en el Concilio Vaticano II. Fue una sugerencia que me dieron los profesores teólogos Edouard Hamel, Y.M.-J.Congar, Joseph Fuchs, Juan Mateos y el teólogo y sociólogo Profesor José Mª Díez-Alegría. A todos ellos pareció un tema apasionante. Y así lo fue a lo largo de tres años de investigación. También el tribunal expresó su valoración con la calificación de summa cum laude. De los 16 documentos conciliares elegí la “Constitución Pastoral sobre la iglesia en el mundo de hoy” ( la Gaudium et Spes ), porque era el único tema por el que Juan XXIII convocó inesperadamente el Concilio. Lo único que realmente interesaba a Angelo Roncalli era acabar con la zanja que separaba a la iglesia del mundo moderno. El Concilio tendría que ser, ante todo y sobre todo, un foro en el que se pensase, se dialogase, se discutiese y se planteasen soluciones eficaces al gravísimo problema que la propia iglesia había generado: su conflictiva separación del progreso del mundo actual. Pocos días antes de la terminación del Concilio, Mons. Gabriel Garrone había dicho en rueda de prensa en Roma, que “la Gaudium et Spes era el único documento querido formalmente por el Papa”. Juan XXIII, sabía perfectamente que si hubiera consultado su idea con algún miembro de su curia, se la habrían boicoteado. Por eso, cogió de sorpresa al colegio cardenalicio reunido en la basílica de San Pablo extra muros, el 25 de enero de 1959. Una vez anunciado el Concilio por el Papa, ya no había vuelta atrás. Esto, según mis investigaciones colaterales, sentó muy mal al ala extrema derecha de la curia vaticana, se llenaron de pánico, el mismo pánico que tenían y siguen teniendo a todo cambio, a toda transformación. También el Opus (no pronuncio el Dei para no blasfemar) expresó elegantemente su disgusto por boca del marqués Escrivá :”Hijitos míos, qué cuidado hemos de tener, porque el diablo es tan astuto que, a veces, se disfraza de Papa”.

Juan XXIII observó que la iglesia, que en aquel momento él dirigía, llevaba siglos sin escrutar “los signos de los tiempos”, que no miraba fuera de sí misma; sino que estaba involucionada sobre sí misma, alejándose cada vez más de la voluntad de Dios, que se manifiesta precisamente a través de esos “signos”, como afirma la Teología. Con esta idea y con estas directrices del Papa Roncalli, se inaugura el Concilio el 11 de octubre de1962.Pero ya en su discurso inaugural en la Basílica de San Pedro, curiosamente el Papa Juan insistió menos en la idea de una iglesia necesitada de profunda revisión y más, bastante más, en la necesidad de conservar el patrimonio doctrinal y dogmático que la iglesia había acumulado a través de su infalible magisterio. En este discurso se pudo entrever la intervención del ala de extrema derecha y ultraconservadora de la Curia, que desde el anuncio del Concilio no paró de intentar enmendar lo que ellos consideraron un grave error de Juan XXIII: convocar un Concilio Ecuménico. En el Concilio se dio una batalla, a veces feroz y a veces muy sutil, entre los que se sentían pastores y los que se sentían guardianes de la doctrina inamovible de la iglesia. Al frente de este grupo estaba el cardenal Alfredo Ottaviani, un romano hasta los huesos, cancerbero de la doctrina de la Fe, Secretario del Santo Oficio (antigua Inquisición). Famoso fue el duro conflicto que mantuvo con el cardenal jesuita Agustín Bea; este último quería que, fieles al principio de la libertad religiosa, la religión católica fuera presentada en pie de igualdad con las otras religiones; y el primero seguía fiel a su dogma de que la única religión verdadera era la religión católica, apostólica y romana y que el ateísmo era una opción a condenar por perniciosa. El conflicto fue de tal calibre que tuvieron que intervenir el cardenal Ernesto Ruffini y el cardenal Franz König, preceptor de Joseph Ratzinger. Ambos cardenales pertenecían al ala progresista del Concilio. Pero Ottaviani desempeñó durante todo el Concilio la función de máximo líder opositor a todo posible cambio de la tradición teológico-dogmática. Tenía los apoyos de casi todo el episcopado español, del arzobispo ultraconservador Marcel Lefebvre, y de la inmensa mayoría de los miembros conciliares de la Curia. Es bueno recordar o saber que algunos de los 69 obispos españoles, entre ellos Casimiro Morcillo y José Guerra Campos, acudieron a la reunión que convocó el golpista Francisco Franco en el Palacio del Pardo, para instruir a sus obispos sobre cómo tenían que actuar en el Concilio y que quedara claro en Roma que él no pensaba renunciar a su privilegio de elegir a los obispos de entre las ternas presentadas por el Papa. También la CIA norteamericana intervino en el Vaticano II, a través del cardenal Francis Spellman, arzobispo de New York, filonazi, razista que se negó a condenar el asesinato de Martin Luther King y que desobedeció al Papa bendiciendo la dictadura del nicaragüense Anastasio Zomoza y de otros dictadores. Lógicamente formó una piña con el cardenal Ottaviani y su grupo.

Ya en vida de Juan XXIII, el Concilio se fue desviando de la idea original del Papa. El propio Roncalli tuvo que tragar muchos sapos para calmar la ira del ala ultraconservadora. Cuando, por fin, el Papa muere (para alegría de muchos curiales y otros) y eligen, en 1963, como nuevo Papa al cardenal Giovanni Montini con el nombre de Pablo VI, la deriva cuesta abajo del Concilio era ya evidente. El nuevo Papa, hombre atormentado que somatizaba su angustia en el ceño siempre fruncido y permanentemente asediado por sentimientos de culpa, se dejó poseer por el pánico de ser él el causante de la ruina de la iglesia, si profundizaba a fondo en la transformación eclesiástica que él mismo había escuchado directamente de su predecesor, su tortura interna aumentó mucho más cuando supo que Juan XXIII pensó en él como buen sucesor suyo en el Concilio. La semilla auténticamente transformadora y revolucionaria del Concilio la hicieron marchitar. El diálogo con el mundo moderno y la atención a “los signos de los tiempos”, se superficializaron unas veces y empeoraron muchas veces más. Hoy, al cabo de cincuenta años, todavía dicen que quedan muchos temas conciliares por desarrollar. Los otros dos Papas (omito a Juan Pablo I), Juan Pablo II y Benedicto XVI desempeñan el papel de corta fuegos contra toda transformación posible. Cambios superficiales, propios de un espectáculo distractivo, sí. Pero, tanto uno como otro, han conseguido poner el acento en el carácter doctrinal dogmático de la iglesia, antes que en su original y cristiano carácter socioespiritual y pastoral.

Podemos medir ese pánico a la reconversión profunda de la iglesia católica, si medimos el tiempo que pasa entre Concilio y Concilio: el de Trento en 1563, el Vaticano I en 1870 y el Vaticano II en 1962. Un Concilio Ecuménico es para la jerarquía católica un gravísimo peligro a evitar a toda costa. Imagínense una sociedad, una nación que sólo cada cincuenta años haga autoevaluación de cara al necesario “aggiornamento”. Esto sólo es posible en una sociedad antidemocrática, gobernada por un monarca absoluto, teócrata y maestro infalible, dueño y señor de la verdad. Esa es la iglesia católica, la gran desertora del verdadero camino de Jesús de Nazareth. ¿Cuándo llegará un Papa que no tenga miedo a la reconversión, a la autocrítica, a la libre expresión de sus feligreses y convoque con valentía un auténtico Concilio Ecuménico

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